Cartas de la guerra (2016), la ópera prima del portugués Ivo M. Ferreira,
es una de las películas más poéticas que he visto en los últimos años. Hay en
ella una perfecta simbiosis entre literatura y cine. Por un lado, las cartas
que Antonio Lobo Antunes le escribiera a su reciente esposa desde el frente de
Angola, cartas que se publicaron en 2005. Y, por el otro, la pura imagen que aquí
se nos muestra, no como soporte de un relato al uso, sino como una exploración
desde el penetrante deslizamiento de la cámara, en la que importa mucho la
potencia de la bellísima fotografía en blanco y negro que confiere a lo que
presenciamos una nitidez casi respirable.
La acción transcurre en 1971. Nos
hallamos en la larga guerra de la independencia de Angola. Lobo Antunes se embarca
hacia esas tierras africanas. Su cometido en el ejército es el de la medicina. Sabe
que estará lejos de su mundo, de su amor, por un tiempo de dos años. “Solo
quedan 103 semanas”, escribe en un barco en el que incluso los forzamientos de
la alegría lo anegan en la desazón: “Es horrible escuchar música para hombres
uniformados”.
Aquí, el primer plano es sonoro,
está hecho de las palabras que apasionadamente hilvana en sus cartas el
incipiente escritor. A veces, las oímos desde su propia voz, pero casi siempre desde
la de su desolada esposa. Al fondo, las imágenes transcurren registrando la
contundente realidad, a la espera de ser interpretada. La cámara recorre, registrando
desvirtuados escenarios, ese mundo que, aunque a veces esté hecho de gestos banales,
de afectos comprimidos, de tediosa quietud, también alberga la violencia. Y, en
el secreto interior de algunos, ocupándolo casi todo, el amor distante,
amordazado.
Y así contemplamos ese amplio y
diáfano país, Angola, cuyo paisaje está hecho de una poesía capaz de vencer los
recodos de la denigración. Un país que se ha convertido para Antonio en una cárcel,
el lugar donde cumple su condena por ser ciudadano de un tiempo y de un país en
los que incide implacablemente el despropósito. Ahí está, mínimamente
sobreviviente, el hombre y la extensa naturaleza, la panorámica sabana como
paraíso humanamente violado.
Antonio vive sumido en una
asfixiante nostalgia, en la súbita revelación de detalles que antes vivían en
lo difuso y que ahora adquieren una concisa relevancia. Es un hombre
enamoradísimo que sufre por la lacerante lejanía de su amada, de esa mujer que entrevemos
en algunas imágenes que nos acercan a su amparada pero dolorosa y solitaria
existencia, como en las que la vemos recorrer las deshabitadas estancias de su hogar.
Mientras, en otro ámbito radicalmente distinto, lo vemos a él, inmerso en el ambiente
militar o retirado en el precario refugio donde invoca sus más literarios
pensamientos. Son dos mundos ciegos, esforzados en imaginar lo que les dicta su
sentimiento, que no pueden reconocerse más que en el recuerdo o en el sueño de
su reciprocidad.
La película contiene un fuerte erotismo
latente. “Te deseo tanto que todo el cuerpo me duele”, le escribe él. Este
erotismo tiene su culminación en una pudibunda secuencia en la que la vemos a
ella, entre sombras, jadeante de un placer sutilmente explicitado, en la conciencia
del inflamado cuerpo de una mujer que quiere conectarse a su hombre a través de
la distancia. Y es que él empieza a temer que esas ausencias los separen: “Querer
a alguien que está tan lejos debe ser como amar a un impotente”. Se la imagina
doliente, desaprovechando su juventud, su potencia de vida: “No quiero que te
ates a este ser vivo, si dejara de interesarte”. La distancia borra muchas
cosas: “De aquí a unos meses tal vez hayas olvidado el sonido de mi voz”.
Como médico que es, tiene que
vivir de primera mano el dolor de los demás. La cámara no se arredra ante las
consecuencias de tanta acostumbrada crueldad, ante los desatados llantos y la
profunda desolación. El soldado, el médico, el escritor, se alerta a sí mismo: “Pero
he comenzado a comprender que no volveré a ser el que fui, nunca más”. Nace en
él una clara conciencia política: “Todo lo que veo me indigna”. A veces no sabe
qué escribirle a su amada: “¿Qué voy a contar? ¿Que este destino me roe el
núcleo del alma?” Para combatir su disolución, describe con rebeldía el desalentador
ambiente en el que vive: “Cada uno vive para sí mismo y para las cartas que
recibe, por su supervivencia y nada más”. Teme acostumbrarse a ese mundo
absurdo, a no poder erradicar “el peligro de que te guste un sabor especial a
la vida”. Es la inmersión en el entorno grupal, la camaradería varonil, los
cánticos que rompen la opresión de la noche.
“Mándame un mechón de tu cabello
y del bebé, cuando nazca”, le escribe a su esposa. Porque tardará en conocer a
ese ser que es una parte de sí mismo. La hija que nace desconocida: “Eres el
testimonio de amor de tus padres”. Pero todo es extraño, apagándose ya por la separación:
“¿Te acuerdas de mí? A veces, ni yo mismo me acuerdo de mí. Me miro en el
espejo y veo un extraño.”
Ese tiempo tan largo, ese
personal desahucio, hace mella en cualquiera: “Después de un infierno así
estamos cambiados. Casi se pierde la fuerza para luchar, para resistir”. Antonio
es joven, vivía pletórico de futuros que ahora le están robando a cuenta de la
sinrazón: “He enterrado en esta tierra los mejores meses de mi vida”. Pero hay
que esperar el regreso a esa existencia querida que conocía: “Lo único que me
da valor es la voluntad de sobrevivir”.
Esta es la historia de un amor
amenazado por la distancia, apuntalado con la construcción de un tenaz pensamiento.
Es la palabra creada para nutrir una ternura sin manos, sin besos, pero con
mucha alma. Cartas de la guerra es
una película para ser saboreada por su intenso cariz poético. Uno quisiera que
no se acabara esa bellísima fusión entre la intimidad de una voz y la plasticidad
de un mundo desnudo de palabras.
Javier Puig
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